Dos viejos amigos se encontraron una tarde en el parque con sus hijos y se pusieron a hablar sobre la educación que ellos recibieron.
Recuerdo, empezó a decir uno, que yo tuve a la madre más malvada de todas… Mientras otros niños comían dulces, nosotros teníamos que comer cereales, huevos y leche; además, mi mamá tenía que saber dónde estábamos a todas horas y quiénes eran nuestros amigos. Éramos como prisioneros…, continuó mientras su amigo escuchaba atento.
Aunque a mis hermanos y a mí nos avergonzaba reconocerlo, violaba la ley contra la explotación de menores y nos hacía lavar los platos, tender la ropa, barrer, tirar la basura… Nos amenazaba diciéndonos que teníamos que decir siempre la verdad; es más, creo que cuando éramos adolescentes, podía leer nuestra mente.
Mientras mis amigos salían desde los 12 o los 13 años, nosotros tuvimos que esperar a tener 16, con previo permiso; ella siempre tenía que saber dónde y con quién estaríamos, explicó el joven a su amigo.
Se quedó unos segundos en silencio y concluyó: «Por su culpa nos perdimos muchas experiencias: a ninguno nos pillaron robando algo en un supermercado o estropeando la propiedad ajena, ni siquiera nos multaron por exceso de velocidad. Tuvimos una buena educación, que nos permitió un buen sustento… Ahora somos adultos honestos y responsables e intentamos ser tan malos con nuestros hijos como mamá lo fue con nosotros».
No sé ustedes, pero yo también me esfuerzo por ser
¡la peor mamá del mundo!