Martina Chapanay

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Una mujer. Una india. Una bestia sagrada nacida del barro y el cuchillo. Allá por 1800, cuando San Juan era todo laguna y soledad, ella ya galopaba la historia sin pedir permiso. Hija de un cacique huarpe y de una cautiva blanca, aprendió a nadar entre pantanos y a leer huellas como si fueran cartas del destino. De niña se escapó de los brazos del catecismo y encerró a su familia educadora. De grande, cruzó los Andes como chasqui de San Martín y después repartió justicia entre federales, unitarios, traidores y ricos con la daga en la cintura y la lanza en la mano.
La llamaban “la machorra”. No porque fuera estéril, sino porque no paría obediencia. Ni de rodillas ni de reojo. Se vestía como gaucho, dormía con el cuchillo envuelto en cuero y amaba con la misma furia con la que degollaba. Peleó con Quiroga, con el Chacho, con Varela. Robaba a los poderosos y repartía entre los nadies. Y cuando el asesino del Chacho rehusó un duelo con ella, no fue por honor, fue por miedo. Miedo a una mujer que no conocía la palabra «sumisión».
Martina murió vieja, sola y libre. No hay estatua. No hay calle. No hay escuela con su nombre. Porque fue india, fue mujer y fue peligrosa. Porque no quiso ser prócer. Fue algo peor para los dueños del bronce: fue fuego.

Escrito por Roberto Arnaiz

#Ticuriche

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