(*)Alejandro E. Salazar Peñaloza
Durante el mes de septiembre conmemoramos el Día del Maestro en honor a Domingo F. Sarmiento, hablar de este personaje es siempre contradictorio. Su vida, sus acciones y sus escritos son polémicos y aun hasta el día de hoy generan dos posturas: sus defensores, que desde una idolatría, ponen de manifiesto su aporte a la educación y a la Argentina naciente a mediados del siglo XIX; y por otro lado sus detractores lo ubican como un liberal que planificó y ejecutó a la “barbarie” que eran ni más ni menos que los ideales federales representados en gran medida por los caudillos defensores de los intereses provinciales.
Contar esta historia, poco conocida, muestra el trasfondo político que a pesar del tiempo aún se mantenía. Sarmiento había llegado a la presidencia de la Argentina en 1868, luego de que Bartolomé Mitre lo ungiese como su sucesor. Este puesto, el más importante de nuestro país, es tal vez el corolario de la vida política del sanjuanino, quien durante su juventud y madurez había desempeñado un sinnúmero de cargos como de labores, cada uno de ellos lo había nutrido en su carácter.
Durante su período presidencial (1868-1874) debió enfrentar un sinnúmero de problemas que seguramente atormentaban sus días pero en especial sus noches. La Guerra de la “Triple Alianza” o la “Guerra contra el Paraguay” es sin duda uno de los dolores de cabeza del Maestro de América, considerado hoy como uno de los actos más indecorosos de la Argentina Moderna ya que el gasto utilizado para el desarrollo de la misma fue incalculable. Allí, en esa “guerra maldita”, el presidente perdió a su hijo Dominguito en 1866, el joven que él había criado y amado,esa herida jamás lo abandonaría.
Inesperadamente, los primeros meses de 1871 dieron un giro rotundo en la cotidianidad de Buenos Aires, y es que la “fiebre amarilla” azotó sin mesura a los ciudadanos. Esta enfermedad que se transmite por la picadura de un mosquito comenzó a diezmar la población, con casi 500 muertos por día. Se debieron habilitar nuevos cementerios y fosas donde enterrar a las víctimas de la epidemia. Las familias más acomodadas se trasladaron hasta la zona norte, alejándose de la zona portuaria donde la situación era incontrolable.
En este contexto los enemigos del presidente entendían que hay cuestiones que no se perdonan y solo se pagan con sangre. Aquellos viejos caudillos federales que había combatido con la pluma y con la espada parecían volver del más allá. El asesinato de Justo José de Urquiza en 1870 era muestra de la venganza que planificó Ricardo López Jordán, tal vez el último caudillo y enemigo declarado de Sarmiento. Asesinar al primer mandatario nacional era el objetivo de los jordanistas y el plan estaba en camino para ser ejecutado.
Las noches porteñas y la actividad nocturna del presidente eran habituales, su labor constante y los problemas exigían soluciones ágiles e inmediatas, sin embargo siempre había tiempo para el amor. Tal vez jamás pensó que su vida corría riesgo constante durante aquellos días. Los protagonistas del hecho eran varios, todos organizados para el mismo fin. El ideólogo fue Carlos Querencio, mano derecha de López Jordán, quien junto a Aquiles Sesaburgo contrataron a tres jóvenes: Francisco y Pedro Guerri de nacionalidad italiana y Luis Casimiro.
El plan no era complicado pero la suerte les jugaría una mala pasada. Los Guerri y Casimiro organizados por Sesaburgo prepararon las armas: trabucos y puñales, pero éstos tenían un aditamento: los proyectiles estaban empapados con bicloruro de mercurio y el cuchillo con sulfato de estricnina (venenos de rápida acción); de esta forma se aseguraban que las heridas fueran eficaces y mortales.
El sábado de 23 de agosto de 1873 Sarmiento salió de su casa rumbo a la casa de su amor – ya no tan secreto-, la joven Aurelia Vélez, hija de su amigo y jurista Dalmacio Vélez Sarfiel. El carruaje no llevaba custodia (esto era conocido por los atacantes), tirado por dos caballos y conducido por un cochero se trasladaba por la calle Del Temple. Antes de llegar a calle Corrientes los tres sicarios estaban listos, si bien el plan era matar a los caballos y luego apuñalar al presidente, parece que el apuro y los nervios les jugaron una mala pasada. Al ver el carruaje, Francisco disparó el trabuco que al parecer estaba sobre cargado, éste le exploto en la mano sacándole un dedo, sin embargo uno de los proyectiles entró por el carruaje y salió quedando la bala incrustada en la pared. Al ver todo este estruendo, los tres huyeron despavoridos corridos por la policía. Lo más anecdótico fue que el sanjuanino sufría de una sordera avanzada que le impidió darse cuenta de lo que había sucedido.
La policía, encabezada por el inspector Latorre, siguieron a los malhechores hasta su escondite. Los Guerri declararon todo acusando directamente a los hombres de Jordán. La prensa se movió esa noche para contar la noticia del atentado. La suerte de Sarmiento y la desdicha de los atacantes quedaron guardados en aquella noche de agosto, los fantasmas que se habían despertado para vengarse fueron decepcionados por la falta de experiencia de los jóvenes.
Bibliografía
• García Hamilton, José. Cuyano alborotador. La vida de Domingo F. Sarmiento. Buenos Aires. Penguin Random. 2011
• Pignatelli, Adrián. “Maten a Sarmiento” balas y puñales envenenados en una emboscada camino a la casa de su amante. En: Inforbae.com, 2019.
(*)Prof. Titular – Cátedra de Antropología- Dpto. Historia- FFHA-UNSJ