Celebrar los 25 años de «Evangelium vitae» de San Juan Pablo II Magno, nos ayuda a comprender el mensaje católico sobre la vida y, por lo tanto, a valorarla y a bregar por el derecho a la vida de todo ser humano independientemente de su edad. Decíamos antes que el Papa, ante la «lucha dramática entre la cultura de la vida y la cultura de la muerte» (n.95), señala que «es urgente una movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida» (n.95). Para ello, «se debe comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quienes participan activamente en la vida eclesial, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y a ciertos comportamientos inaceptables» (n.95). Respecto a los jóvenes, el Papa escribe: «Es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia según su verdadero significado y en su íntima correlación.

«A menudo los creyentes, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida…».

La banalización de la sexualidad es uno de los factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y del amor, una educación que implica la formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez de la persona y la capacita para respetar el significado ‘esponsal’ del cuerpo» (n.97). Lamentablemente, en esta cultura de la muerte «el eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo práctico, en el que proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo» y «el cuerpo ya no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí mismo y de la acogida del otro según toda la riqueza de la persona, pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos. Así se deforma y falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los dos significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se traiciona la unión y la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer. La procreación se convierte entonces en el «enemigo» a evitar en la práctica de la sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio deseo, o incluso la propia voluntad, de tener un hijo «a toda costa», y no, en cambio, por expresar la total acogida del otro y, por tanto, «la apertura a la riqueza de vida de la que el hijo es portador» (n.23).

Extraído de Diario de Cuyo.

  • 10/03/2020

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